jueves, 28 de enero de 2010

Sala de autopsias


En esos tiempos yo era joven y la fuerza
de diez hombres habitaba mi cuerpo,
para lo que mandaran.
Trabajaba en el hospital en el turno noche
y una de mis responsabilidades
cuando el forense terminaba sus tareas
era la de limpiar la sala de autopsias.
Ellos no tenían horario, algunas veces
terminaban temprano, otras demasiado tarde.
Y para que el personal de limpieza no se aburriera
dejaban objetos olvidados en la mesa de trabajo.
Un pequeño bebé quieto como una piedra
y más frío que la nieve. Un negro corpulento de pelo blanco
con el pecho partido al medio y los órganos vitales
flotando en una bandeja a un costado de su cabeza.
Yo siempre estaba solo, ahí. La manguera derramaba agua.
Las luces colgadas del techo encandilaban.
Una vez dejaron sobre la mesa una pierna,
una pierna de mujer de formas perfectas
y excesiva palidez.
Yo sabía para qué era la pierna,
en ocasiones los había observado.
A pesar de eso me quedé sin respiración.

De madrugada en casa mi mujer
me decía “Dulce, todo va a salir bien. Podemos hacer cambios,
vivir de otra manera”. Pero no es tan fácil.

Ella agarraba mi mano entre las suyas, con fuerza,
yo me reclinaba en el sillón y cerraba los ojos.
Yo pensaba en… cualquier cosa. No sabía en qué.
Yo dejaba que ella llevara mi mano a sus tetas.
Yo abría los ojos y miraba el cielorraso o el piso,
qué importa…
Mis dedos se arrastraban hacia su pierna, tibia y bien formada,
que ante la más suave caricia temblaba y se levantaba delicadamente.
Mi mente estaba confundida y cómo decirlo ¿sacudida?
No pasaba nada. Todo estaba pasando.

La vida era una piedra
que lentamente se iba gastando
y afilando.






El don de la ternura

Tarde en la noche. Comenzó a nevar.
Los copos húmedos caían
más allá del cristal de las ventanas,
surcando el aire frío
ocultaban el resplandor de la ciudad.
Observamos un rato la tormenta
sorprendidos, felices, satisfechos
de estar allí y no en otro sitio
.
Puse un leño en el hogar,
me pediste que regulara
el tiro de la chimenea.
Nos metimos en la cama.
Cerré mis ojos, de inmediato,
pero
por razones que desconozco
antes de dormirme
el aeropuerto de Buenos Aires
atravesó mi memoria.

Recordé esa tarde,
la temprana oscuridad, las sombras.

Reconstruí la escena:
regresé a ese paisaje desolado
donde flotaba un silencio sepulcral
interrumpido únicamente por el rugido
de las turbinas del avión que carreteaba
lentamente bajo una lluvia de granizo,
tan fino que lo confundimos con nieve.

En las ventanas de los edificios no había luz.
Un lugar realmente solitario.
Sólo pasillos abandonados, hangares vacíos.

No vimos a una sola persona.
“Es como si todo estuviera de luto,”
fue tu comentario.


Abrí mis ojos.
El ritmo de tu respiración
me dijo que estabas profundamente dormida.
Te cubrí el cuerpo con uno de mis brazos.
Mis evocaciones
me trasladaron de la Argentina
a un departamento en el que pasé
un tiempo de mi vida, en Palo Alto.

No nieva en esa ciudad,
pero el departamento disponía
de un amplio ventanal desde donde
podríamos haber mirado por horas
la autopista que rodea la bahía.
La heladera estaba al lado de la cama.
Las noches calurosas, sofocantes,

cuando me despertaba con la garganta seca
sólo tenía que estirar el brazo, abrir la puerta

y dejarme guiar por la luz interior
hasta el botellón con agua refrescante.

En el baño un pequeño calentador eléctrico
descansaba cerca del lavatorio.
Todas las mañanas mientras me afeitaba
calentaba agua en una vieja sartén,
el frasco de café instantáneo,
siempre a mano, en el botiquín.


Un mañana me senté en la cama
vestido, recién afeitado,
bebiendo sorbos de café caliente
intentando olvidar planes,
proyectos, todas esas cosas
que había decidido realizar.
Finalmente disqué el número
de Jim Houston que vive en Santa Cruz,
le pedí prestados 75 dólares.

Me contestó que estaba sin fondos.
Su mujer había viajado a México
por unos días y él ya no tenía dinero,
no llegaba a fin de mes.

“Está bien”, le dije. “Te entiendo.”
Y así era,
no necesité explicaciones.

Hablamos un poco más y cortamos.
Terminé el café cuando el avión
comenzaba a elevarse en mi recuerdo
y yo desde la ventanilla miraba
por última vez las luces de Buenos Aires.

Después cerré los ojos
iniciando el largo regreso.


Esta mañana hay nieve por todos lados.
Hablamos sobre la tormenta.
Me comentás que no dormiste bien.

Te digo que yo tampoco.
Tuviste una noche terrible. “Yo también.”

Estamos tranquilos el uno con el otro,
nos asistimos tiernamente
como si comprendiéramos nuestro estado de ánimo,
las mutuas inseguridades.
Creemos adivinar los sentimientos del otro,
no podemos, por supuesto, nunca podremos.
No tiene importancia.

En realidad es la ternura la que me interesa.
Ése es el don que me conmueve, que me sostiene,
esta mañana, igual que todas las mañanas.






El caballete

He perdido el tiempo esta mañana,
y estoy profundamente avergonzado.

Ayer noche me acosté pensando en mi padre.
En el riachuelo donde pescábamos -Butte Creek-
cerca del lago Almanor. El agua me arrullaba en sueños.
En el sueño, estaba por todas partes
y yo no podía levantarme ni moverme.
Pero cuando desperté esta mañana temprano
fui al teléfono. Aunque
el río fluía allá abajo en el valle,
en la pradera, corriendo entre los tréboles.

Pinos se alzaban a ambos lados de la pradera.
Y yo estaba allí.
Un niño sentado en un caballete de madera,
mirando hacia abajo.
Viendo a mi padre beber agua con las manos.
Luego dijo: "El agua está tan buena.
Me gustaría poder llevarle a mi madre un poco de este agua"

Mi padre todavía la quería, aunque estaba muerta
y él había pasado mucho tiempo lejos de ella.

Tuvo que esperar algunos años más
hasta que pudo ir a donde estaba. Pero él quería
a esta región donde se encontró a sí mismo. El Oeste.
Durante treinta años la tuvo en el corazón,
y luego la dejó ir. Se acostó una noche
en un pueblo del norte de California
y no despertó. ¿Hay algo más sencillo?


Me gustaría que mi vida y mi muerte fueran tan sencillas.
De modo que cuando despierte
una hermosa mañana como ésta,
después de estar en algún sitio
donde quería estar toda la noche,
algún sitio importante, pudiera moverme del modo más natural
y sin pensar en ello, hasta mi mesa de trabajo.

Digamos que lo hice, del modo más sencillo que he descrito.
De la cama a la mesa de trabajo de la infancia.

Desde aquí no hay mucho hasta el caballete.
Y desde el caballete podría mirar hacia abajo
y ver a mi padre cuando necesitara verlo.
Mi padre bebiendo aquel agua fresca. Mi dulce padre.
El río, sus praderas, y pinos, y el caballete.
Ese. Donde estuve una vez.

Me gustaría hacer eso
sin tener que disculparme ante mí mismo por ello.
Ni sentirme mal por interesarme por cosas menos importantes.
Sé que es hora de cambiar de vida.

Esta vida -con sus complicaciones
y llamadas telefónicas- es indecente,
y una pérdida de tiempo.


Quiero hundir mis manos en agua fresca.
Del modo en que lo hizo él. Otra vez y otra vez y otra.



La inclusión de Raymond Carver en Poéticas es una atención de

Biblioteca Virtual BEAT 57

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