sábado, 8 de enero de 2011

Uno más

UNO MÁS

Se levantó temprano, la mañana llena de expectativas,
preparado para ponerse a escribir. Tomó tostadas, huevos y
café y se fumó unos cigarrillos pensando todo el tiempo en el trabajo
que tenía por delante, el difícil sendero a través del bosque.
El viento empujaba las nubes
por el cielo, agitaba las hojas que quedaban en las ramas
al otro lado de la ventana. Unos días más y desaparecerían,
esas hojas. Ahí había un poema, puede ser;
tendría que pensar en ello. Fue
al escritorio, dudó un buen rato, y entonces tomó
la que vendría a ser la decisión más importante
del día, algo para lo que su imperfecta vida
le había estado preparando. Apartó la carpeta de los poemas -
uno en concreto seguía aún en su cabeza tras
el sueño agitado de la noche anterior (pero, en realidd, ¿qué importa
uno más o menos? ¿Qué más da? ¿Nada va a cambiar,
no?) Tenía el día entero por delante.
Mejor limpiar primero la mesa. Tenía que ocuparse
de unas cuentas cosas, asuntos familiares que no podía
dejar para más tarde. De modo que se puso manos a la obra.
Trabajó duro todo el día -pasando del amor al odio,
a la compasión (muy poca), una sensación conocida,
también de la desesperación a la alegría.
Tuvo estallidos ocasionales de ira, luego
se calmaba, al escribir cartas, diciendo "sí" o "no" o
"depende" -explicando por qué o por qué no a personas
que apenas había visto o que nunca vería.
¿Le importaban? ¿Le importaban una mierda?
Algunas sí. Atendió también unas llamadas
e hizo otras que, a su vez, provocaron
la necesidad de hacer alguna más. Siguió así
hasta que se sintió incapaz de hablar más y prometió
llamar al día siguiente.

Por la tarde, agotado y convencido (erróneamente, por supuesto)
de que había completado una honesta jornada de trabajo,
se puso a hacer inventario y tomó nota del par
de llamadas que tendría que hacer a la mañana siguiente si
quería seguir al tanto de las cosas y si no quería
escribir más cartas, que no quería. Pero ahora,
pensó, estaba harto de todos estos asuntos, aunque
seguía igual, terminando la última carta, una que debería haber
contestado hace semanas. Levantó la vista. Casi era de noche.
El viento se había calmado. Los árboles allí seguían, despjados
de casi todas sus hojas. Pero, por fin, su mesa estaba despejada,
sin contar la carpeta de los poemas que le
costaba mirar. Metió la carpeta en un cajón, apartándola de su vista.
Es un buen sitio, un sitio seguro, y sabrá dónde está cuando
necesite descansar las manos sobre ella. !Mañana!
Hoy hizo todo lo que podía hacer.
Aún le quedaban un par de llamadas,
se le había olvidado que tenía que llamar él y
también unas cuantas notas que debía mandar a causa de las llamadas,
pero no lo iba a hacer ahora, ¿o sí? Había dejado el bosque atrás.
Podía decirse que había cumplido. Había hecho lo que tenía que hacer.
Lo que su conciencia le había pedido que hiciera. Había cumplido
con sus obligaciones y no había molestado a nadie.

Pero en aquel momento, sentado frente a su ordenada mesa,
sintió vagos remordimientos por el poema que seguía en su cabeza
y había intentado escribir por la mañana, y aquel otro
que no conseguía recordar.

Así son las cosas. Poco más se puede decir. ¿Qué se
puede decir de un hombre que prefirió hablar por teléfono
todo el día y escribir cartas estúpidas
mientras sus poemas quedaban desatendidos,
abandonados o,
peor aún, sin empezar? Ese hombre no los merece
y no deberían acudir a él de ninguna de las formas.
Sus poemas, si llega alguno más,
deberían comerlos las ratas.



Raymond Carver

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